SAGA CREPÚSCULO

AMANECER, ÚLTIMO LIBRO DE LA SAGA



SIPNOSIS:

Para Bella Swan, estar perdidamente enamorada de un vampiro es tanto una pesadilla como una fantasía, que se entremezcla peligrosamente con la realidad. La intensa pasión que siente por Edward Cullen la empuja en una dirección, mientras que su profunda conexión con el licántropo Jacob Black la lleva en otra. Bella ha sobrellevado un tumultuoso año colmado de tentaciones, pérdida y luchas para llegar a un punto crucial definitivo. La inminente decisión que debe tomar entre unirse al oscuro pero seductor mundo de los inmortales o buscar una vida plena como humana, se ha convertido en una amenaza de la que pende la supervivencia de dos tribus.
Bella ya ha tomado su decisión; una alarmante cadena de sucesos sin precedentes está a punto de tener lugar con consecuencias potencialmente devastadoras y misteriosas. Justo cuando los endebles jirones de la vida de Bella parecen estar listos para sanar y unirse de nuevo, ¿podrán quedar destruidos para siempre?

LIBRO 3: ECLIPSE


ACA LES DEJO EL MEJOR CAPÍTULO DEL TERCER LIBRO DE LA SAGA


Hielo y fuego


La tienda de campaña se estremeció bajo el azote del viento, y yo con ella.
El termómetro caía en picado. Una gelidez punzante atravesaba el saco de dormir y la
chaqueta, estaba helada a pesar de hallarme completamente vestida, incluso con las
botas de montaña anudadas. ¿Cómo podía hacer tanto frío? ¿Cómo podía seguir bajando
la temperatura? Tendría que parar alguna vez, ¿no?
—¿Qu-ué hooora es? —me esforcé en pronunciar las palabras, una tarea casi
imposible con aquel castañeteo de dientes.
—Las dos —contestó Edward, sentado lo más lejos posible de mí...
...en aquel espacio tan exiguo, temeroso casi de respirar cerca, teniendo en cuenta lo
helada que estaba. El interior de la tienda estaba demasiado oscuro para que distinguiera
su rostro con claridad, pero su voz sonaba desesperada por la preocupación, la indecisión
y el chasco.
—Quizá...
—No, estoy bbbien, la werdad. No qqquiero salir ffuera.
Ya había intentado convencerme al menos una docena de veces de que saliéramos
pitando de allí, pero a mí me aterrorizaba la perspectiva de abandonar el refugio. Si ya
hacía frío en la tienda, donde me encontraba a resguardo del viento rugiente, podía
imaginarme lo horrible que sería si saliéramos corriendo al exterior.
Y además daría al traste con todos los esfuerzos hechos durante la tarde.
¿Tendríamos tiempo suficiente para recuperarnos cuando pasara la tormenta? ¿Y si no
se acababa? Era ilógico moverse ahora. Podía sobrevivir a toda una noche de tiritona.
Me preocupaba que se hubiera perdido el rastro que había dejado, pero él me
prometió que los monstruos que venían lo encontrarían con facilidad.
—¿Qué puedo hacer yo? —me dijo, en tono de súplica.
Yo me limité a sacudir la cabeza.
En el exterior, bajo la nieve, Jacob aullaba de frustración.
—Vwete dee aquí —le ordené de nuevo.
—Sólo está preocupado por ti —me tradujo Edward—. Se encuentra bien. Su cuerpo
está preparado para capear esto.
—E-e-e-e-e.
Quise decirle que aun así debía marcharse, pero la idea se me quedó enganchada
entre los dientes. Me esforcé, y estuve a punto de despellejarme la lengua en el intento. Al
menos, Jacob sí parecía estar bien equipado para la nieve, mejor incluso que el resto de
su manada, ya que su piel cobriza era más gruesa y greñuda. Me pregunté a qué se
debería eso.
Jacob volvió a gimotear, en tonos muy agudos, un lamento que crispaba los nervios.
—¿Qué quieres que haga? —gruñó Edward, demasiado nervioso ya para andarse con
delicadezas—. ¿Que la saque con la que está cayendo? No sé en qué puedes ser tú útil.
¿Por qué no vas por ahí a buscarte un sitio más caliente o lo que sea?
—Estoy bbbieenn —protesté.
A juzgar por el gruñido de Edward y el enmudecimiento del aullido que sonaba fuera
de la carpa no había conseguido convencer a nadie. El viento zarandeó la tienda con
fuerza y yo me estremecí a su ritmo.
Un aullido repentino desgarró el rugido del viento y me cubrí los oídos para no
escuchar el ruido. Edward puso mala cara.
—Eso apenas va a servir de nada —masculló—, y es la peor idea que he oído en mi
vida —añadió en voz más alta.
—Mejor que cualquier cosa que se te haya ocurrido a ti, seguro —repuso Jacob; me
llevé una gran sorpresa al oír su voz humana—. «¿Por qué no vas por ahí a buscarte un
sitio más caliente?» —remedó entre refunfuños—. ¿Qué te crees que soy? ¿Un san
bernardo?
Oí el zumbido de la cremallera de la entrada de la carpa al abrirse.
Jacob la descorrió lo menos que pudo, pero le fue imposible penetrar en la tienda sin
que por la pequeña abertura se colara el aire glacial y unos cuantos copos de nieve, que
cayeron al piso de lona. Me agité de una forma tan violenta que el temblor se transformó
en una convulsión en toda regla.
—Esto no me gusta nada —masculló Edward mientras Jacob volvía a cerrar la
cremallera de la entrada—. Limítate a darle el abrigo y sal de aquí.
Mis ojos se habían adaptado lo suficiente para poder distinguir las formas. Vi que
Jacob traía el anorak que había estado colgado de un árbol al lado de la tienda.
Intenté preguntar que de qué estaban hablando, pero todo lo que salió de mis labios
fue «qqquuqqquu», ya que el temblequeo me hacía tartamudear de forma descontrolada.
—El anorak es para mañana, ahora tiene demasiado frío para que pueda calentarse
por sí misma. Está helada —se dejó caer al suelo junto a mí—. Dijiste que ella necesitaba
un lugar más caliente y aquí estoy yo —Jacob abrió los brazos todo lo que le permitió la
anchura de la tienda. Como era habitual cuando corría en forma de lobo, sólo llevaba la
ropa justa: unos pantalones, sin camiseta ni zapatos.
—Jjjjaakkee, ttteee vas a cccoonnggelar —intenté protestar.
—Lo dudo mucho —contestó él alegremente—. He conseguido alcanzar casi cuarenta
y tres grados estos días, parezco una tostadora. Te voy a tener sudando en un pispas.
Edward rugió, pero Jacob ni siquiera se volvió a mirarle. En lugar de eso, se acuclilló a
mi lado y empezó a abrir la cremallera de mi saco de dormir.
La mano blanca de Edward aprisionó de repente el hombro de Jacob, sujetándole,
blanco niveo contra piel oscura. La mandíbula de Jacob se cerró con un golpe audible, se
le dilataron las aletas de la nariz y su cuerpo rehuyó el frío contacto. Los largos músculos
de sus brazos se flexionaron automáticamente en respuesta.
—Quítame las manos de encima —gruñó entre dientes.
—Pues quítaselas tú a ella —respondió Edward con tono de odio.
—Nnnnooo luuuchéis —supliqué. Me sacudió otro estremecimiento. Parecía que se
me iban a partir los dientes de lo fuerte que chocaban unos contra otros.
—Estoy seguro de que ella te agradecerá esto cuando los dedos se le pongan negros
y se le caigan —repuso Jacob con brusquedad.
Edward dudó, pero al final soltó a su rival y regresó a su posición en la esquina.
—Cuida lo que haces —advirtió con voz fría y aterradora.
Jacob se rió entre dientes.
—Hazme un sitio, Bella —dijo mientras bajaba un poco más la cremallera.
Le miré indignada. Ahora entendía la virulenta reacción de Edward.
—N-n-n-no —intenté protestar.
—No seas estúpida —repuso, exasperado—. ¿Es que quieres dejar de tener diez
dedos?
Embutió su cuerpo a la fuerza en el pequeño espacio disponible, forzando la
cremallera a cerrarse a su espalda.
Y entonces tuve que cejar en mis objeciones, no tenía ganas de soltar ni una más.
Estaba muy calentito. Me rodeó con sus brazos y me apretó contra su pecho desnudo de
manera cómoda y acogedora. El calor era irresistible, como el aire cuando has pasado
sumergido demasiado tiempo. Se encogió cuando apreté con avidez mis dedos helados
contra su piel.
—Ay, Bella, me estás congelando —se quejó.
—Lo ssssienttoo —tartamudeé.
—Intenta relajarte —me sugirió mientras otro estremecimiento me atravesaba con
violencia—. Te caldearás en un minuto. Aunque claro, te calentarías mucho antes si te
quitaras la ropa.
Edward gruñó de pronto.
—Era sólo un hecho constatable —se defendió Jacob—. Cuestión de mera
supervivencia, nada más.
—-Ca-calla ya, Ja-jakee —repuse enfadada, aunque mi cuerpo no hizo amago de
apartarse de él—. Nnnnadie nnnnecesssita to-todos los de-dedddos.
—No te preocupes por el chupasangres —sugirió Jacob, pagado de sí mismo—.
Únicamente está celoso.
—Claro que lo estoy —intervino Edward, cuya voz se había vuelto de nuevo de
terciopelo, controlada, un murmullo musical en la oscuridad—. No tienes la más ligera
idea de cuánto desearía hacer lo que estás haciendo por ella, chucho.
—Así son las cosas en la vida —comentó Jacob en tono ligero, aunque después se
tornó amargo—. Al menos sabes que ella querría que fueras tú.
—Cierto —admitió Edward.
Los temblores fueron amainando y se volvieron soportables mientras ellos discutían.
—Ya —exclamó Jacob, encantado—. ¿Te sientes mejor?
Al fin pude articular con claridad.
—Sí.
—Todavía tienes los labios azules —reflexionó Jacob—. ¿Quieres que te los caliente
también? Sólo tienes que pedirlo.
Edward suspiró profundamente.
—Compórtate —le susurré, apretando la cara contra su hombro.
Se encogió de nuevo cuando mi piel fría entró en contacto con la suya y yo sonreía
con una cierta satisfacción vengativa.
Ya me había templado y me hallaba cómoda dentro del saco de dormir. El cuerpo de
Jacob parecía irradiar calor desde todos lados, quizá también porque había metido en el
interior del saco su enorme corpachón. Me quité las botas en dos tirones y presioné los
dedos de los pies sobre sus piernas. Dio un respingo, pero después ladeó la cabeza para
apretar su mejilla cálida contra mi oreja entumecida.
Me di cuenta de que la piel de Jacob tenía un olor a madera, almizcleño, que era muy
apropiado para el lugar donde nos encontrábamos, en mitad de un bosque. Resultaba
estupendo. Me pregunté si los Cullen y los quileute no estaban todo el día con esta
monserga del olor simplemente por puro prejuicio, ya que para mí, todos ellos olían de
forma magnífica.
La tormenta aullaba en el exterior como si fuera un animal atacando la tienda, pero
ahora ya no me inquietaba. Jacob estaba a salvo del frío, igual que yo. Además, estaba
demasiado cansada para preocuparme por nada, fatigada de estar despierta hasta tan
tarde y dolorida por los espasmos musculares. Mi cuerpo se relajó con lentitud mientras
me descongelaba, parte por parte y después se quedó flojo.
—¿Jake? —musité medio dormida—. ¿Puedo preguntarte algo? No estoy de broma ni
nada parecido. «Es sólo curiosidad, nada más» —eran las mismas palabras que él había
usado en mi cocina. .. no podía recordar ya cuánto tiempo hacía de eso.
—Claro —rió entre dientes al darse cuenta y recordar.
—¿Por qué tienes más pelo que los demás? No me contestes si te parece una
grosería —no conocía qué reglas de etiqueta regían en la cultura lupina.
—Porque mi pelo es más largo —contestó, divertido. Al menos mi pregunta no le
había ofendido. Sacudió la cabeza de forma que su pelo sin recoger, que ahora ya le
llegaba hasta la barbilla, me golpeó la mejilla.
—Ah —me sorprendió, pero la verdad es que tenía sentido. Así que ése era el motivo
por el cual ellos se rapaban al principio, cuando se unían a la manada—. ¿Por qué no te
lo cortas? ¿Te gusta ir lleno de greñas?
Esta vez no me respondió enseguida, y Edward se rió a la sordina.
—Lo siento —intervine, haciendo un alto para bostezar—. No pretendía ser indiscreta.
No tienes por qué contestarme.
Jacob profirió un sonido enfurruñado.
—Bah, él te lo va a contar de todos modos, así que mejor te lo digo yo... Me estaba
dejando crecer el pelo porque... me parecía que a ti te gustaba más largo.
—Oh —me sentí incómoda—. Esto... yo... me gusta de las dos maneras, Jake. No
tienes por qué molestarte.
Él se encogió de hombros.
—De todas formas ha venido muy bien esta noche, así que no te preocupes por eso.
No tenía nada más que decir. Se hizo un silencio prolongado en medio del cual los
párpados me pesaban cada vez más y al final, agotada, cerré los ojos. El ritmo de mi
respiración disminuyó hasta alcanzar una cadencia regular.
—Eso está bien, cielo, duerme —susurró Jacob.
Yo suspiré, satisfecha, ya casi inconsciente.
—Seth está aquí —informó Edward a Jacob con un hilo de voz; de pronto, comprendí
el asunto de los aullidos.
—Perfecto. Ahora ya puedes estar al tanto de lo que pasa mientras yo cuido a tu novia
por ti.
Edward no replicó, pero yo gruñí medio grogui.
—Déjalo ya —mascullé entre dientes.
Todo se quedó tranquilo entonces, al menos dentro de la tienda. Fuera, el viento
aullaba de forma enloquecedora al pasar entre los árboles. La estructura metálica vibraba
de tal modo que resultaba imposible pegar ojo. Una racha de viento y nieve soplaba cada
vez que estaba a punto de sumirme en la inconsciencia, zarandeando de forma repentina
las varillas de sujección. Me sentía fatal por el lobo, el chico que estaba allí fuera, quieto
en la nieve.
Mi mente vagó mientras permanecía a la espera de conciliar el sueño. Aquel pequeño
y cálido lugar me hacía recordar los primeros tiempos con Jacob y cómo solían ser las
cosas cuando él era mi sol de repuesto, la calidez que hacía que mereciera la pena vivir
mi vida vacía. Ya había pasado mucho tiempo desde que pensara en Jacob de ese modo,
pero aquí estaba él de nuevo, proporcionándome su calor.
—¡Por favor! —masculló Edward—. ¡Si no te importa...!
—¿Qué? —respondió Jacob entre susurros, sorprendido.
—¿No crees que deberías intentar controlar tus pensamientos? —el bajo murmullo de
Edward sonaba furioso.
—Nadie te ha dicho que escuches —cuchicheó Jacob desafiante, aunque algo
avergonzado—. Sal de mi cabeza.
—Ya me gustaría, ya. No tienes idea de a qué volumen suenan tus pequeñas
fantasías. Es como si me las estuvieras gritando.
—Intentaré bajarlas de tono —repuso Jacob con sarcasmo.
Hubo una corta pausa en silencio.
—Sí —contestó Edward a un pensamiento no expresado en voz alta, con un murmullo
tan bajo que casi no lo capté—. También estoy celoso de eso.
—Ya me lo imaginaba yo —susurró Jacob, petulante—. Igualar las apuestas hace que
el juego adquiera más interés, ¿no?
Eclipse
Stephenie Meyer
308
Edward se rió entre dientes.
—Sueña con ello si quieres.
—Ya sabes, Bella todavía podría cambiar de idea —le tentó Jacob—. Eso, teniendo
en cuenta todas las cosas que yo puedo hacer con ella y tú no. Al menos, claro, sin
matarla.
—Duérmete, Jacob —masculló Edward—. Estás empezando a ponerme de los
nervios.
—Sí, creo que lo haré. Aquí se está la mar de a gusto.
Edward no contestó.
Yo estaba ya demasiado ida como para pedirles que dejaran de hablar de mí como si
no estuviera presente. La conversación había adquirido una cualidad casi onírica y no
estaba segura de si estaba o no despierta del todo.
—Ojalá pudiera —repuso Edward después de un momento, contestando una pregunta
que yo no había oído.
—Pero ¿serías sincero?
—Siempre puedes curiosear a ver qué pasa —el tonillo zumbón de Edward me hizo
preguntarme si me estaba perdiendo algún chiste.
—Bien, tú ves dentro de mi cabeza. Déjame echar una miradita dentro de la tuya esta
noche; eso sería justo —repuso Jacob.
—Tu mente está llena de preguntas. ¿Cuáles quieres que conteste?
—Los celos... deben de estar comiéndote. No puedes estar tan seguro de ti mismo
como parece. A menos que no tengas ningún tipo de sentimientos.
—Claro que sí —admitió Edward, y ya no parecía divertido en absoluto—. Justo en
estos momentos lo estoy pasando tan mal que apenas puedo controlar la voz, pero de
todos modos es mucho peor cuando no la acompaño, las veces en que ella está contigo y
no puedo verla.
—¿Piensas en esto todo el tiempo? —susurró Jacob—. ¿No te resulta difícil
concentrarte cuando ella no está?
—Sí y no —respondió Edward; parecía decidido a contestar con sinceridad—. Mi
mente no funciona exactamente igual que la tuya. Puedo pensar en muchas cosas a la
vez. Eso significa que puedo pensar siempre en ti y en si es contigo con quien está
cuando parece tranquila y pensativa.
Ambos se quedaron callados durante un minuto.
—Sí, supongo que piensa en ti a menudo —murmuró Edward en respuesta a los
pensamientos de Jacob—, con más frecuencia de la que me gustaría. A Bella le preocupa
que seas infeliz. Y no es que tú no lo sepas, ni tampoco que no lo uses de forma
deliberada.
—Debo usar cuanto tenga a mano —contestó Jacob en un bisbiseo—. Yo no cuento
con tus ventajas, ventajas como la de saber que ella está enamorada de ti.
—Eso ayuda —comentó Edward con voz dulce.
Jacob se puso desafiante.
—Pero Bella también me quiere a mí, ya lo sabes —Edward no contestó y Jacob
suspiró—. Aunque no lo sabe.
—No puedo decirte si llevas razón.
—¿Y eso te molesta? ¿Te gustaría ser capaz de saber también lo que ella piensa?
—Sí y no, otra vez. A ella le gusta más así, y aunque algunas veces me vuelve loco,
prefiero que Bella sea feliz.
El viento intentaba arrancar la tienda, sacudiéndola como si hubiera un terremoto.
Jacob cerró sus brazos a mi alrededor, protegiéndome.
—Gracias —susurró Edward—. Aunque te suene raro, supongo que me alegro de que
estés aquí, Jacob.
—Si quieres decir que tanto como a mí me encantaría matarte, yo también estoy
contento de que ella se haya calentado, ¿vale?
—Es una tregua algo incómoda, ¿no?
El murmullo de Jacob se volvió repentinamente engreído.
—Ya sé que estás tan loco de celos como yo.
—Pero no soy tan estúpido como para hacer una bandera de ello, como tú. No ayuda
mucho a tu caso, ya sabes.
—Tienes más paciencia que yo.
—Es posible. He tenido cien años de plazo para ejercitarla. Los cien años que llevo
esperándola.
—Bueno, y... ¿en qué momento decidiste jugarte el punto del buen chico lleno de
paciencia?
—Cuando me di cuenta del daño que le hacía verse obligada a elegir. En general no
me es difícil ejercer este tipo de control. La mayoría de las veces soy capaz de sofocar...
los sentimientos poco civilizados que siento por ti con bastante facilidad. Algunas veces
ella cree ver en mi interior, pero no puedo estar seguro de eso.
—Pues yo creo, simplemente, que te preocupa el hecho de que si la obligaras a elegir
de verdad, no te escogería a ti.
Edward no contestó con rapidez.
—Eso es verdad en parte —admitió al fin—, pero sólo una pequeña parte. Todos
tenemos nuestros momentos de duda. Pero lo que de verdad me preocupaba era que ella
se hiciera daño intentando escaparse para verte. Después de que acepté que, más o
menos, estaba segura contigo, tan segura al menos como ella puede estar, me pareció
mejor dejar de llevarla al límite.
Jacob suspiró.
—Ya le he dicho a ella todo esto, pero no me cree.
—Lo sé —sonó como si Edward estuviera sonriendo.
—Tú te crees que lo sabes todo —masculló Jacob entre dientes.
—Yo no conozco el futuro —dijo Edward, con la voz de repente insegura.
Se hizo una larga pausa.
—¿Qué harías si ella cambiara de idea? —le preguntó Jacob.
—Tampoco lo sé.
Jacob se rió bajito entre dientes.
—¿Intentarías matarme? —comentó sarcásticamente, como si dudara de la capacidad
de Edward para hacerlo.
—No.
—¿Por qué no? —el tono de Jacob era todavía de burla.
—¿De verdad crees que buscaría hacerle daño de esa manera?
Jacob dudó durante unos momentos y después suspiró.
—Sí, tienes razón. Ya sé que la tienes, pero algunas veces...
—...te resulta una idea fascinante.
Jacob apretó la cara contra el saco de dormir para sofocar sus risas.
—Exactamente —admitió al final.
Aquel sueño estaba resultando de lo más esperpéntico. Me pregunté si no sería el
viento incesante el que me hacía imaginar todos estos murmullos, salvo que el viento
parecía gritar más que susurrar.
—¿Y cómo sería?, me refiero a lo de perderla... —inquirió Jacob después de un
tranquilo interludio y sin que hubiera ni el más leve rastro de humor en su voz
repentinamente ronca—. ¿Cómo fue cuando pensaste que la habías perdido para
siempre? ¿Cómo te las... apañaste?
—Es muy difícil para mí hablar de ello —admitió el vampiro. El licántropo esperó—. Ha
habido dos ocasiones en las que he pensado eso —Edward habló a un ritmo más lento de
lo habitual—. Aquella vez en que creí que podía dejarla, fue casi... casi insoportable.
Pensé que Bella me olvidaría y que sería como si no me hubiera cruzado con ella jamás.
Durante unos seis meses fui capaz de estar lejos sin romper mi promesa de no interferir
en su vida. Casi lo conseguí... Luchaba contra la idea, pero sabía que a la larga no
vencería; tenía que regresar, aunque sólo fuera para saber cómo estaba. O al menos eso
era lo que me decía a mí mismo. Y si la encontraba razonablemente feliz... Me gustaría
pensar que, en ese caso, habría sido capaz de marcharme otra vez.
»Pero ella no era feliz, así que me habría quedado. Y claro, este es el modo en que
me ha convencido para quedarme con ella mañana. Hace un rato tú te estabas
preguntando qué era lo que me motivaba... y por qué ella se sentía tan innecesariamente
culpable. Me recuerda lo que le hice cuando me marché, lo que le seguiré haciendo si me
marcho. Ella se siente fatal por sentirse así, pero lleva razón. Yo nunca podré
compensarle por aquello, pero tampoco dejaré de intentarlo, de todos modos.
Jacob no respondió durante unos momentos, bien porque estaba escuchando la
tormenta o bien porque aún no había asimilado aquellas palabras, no supe el motivo.
—¿Y aquella otra vez, cuando pensaste que había muerto? ¿Qué sentiste? —susurró
Jacob con cierta rudeza.
—Sí —Edward contestó a esta pregunta de forma distinta—. Posiblemente tú te
sentirás igual dentro de poco, ¿no? La manera en que nos percibes a nosotros no te
permitirá verla sólo como «Bella» y nada más, pero eso es lo que ella será.
—Eso no es lo que te he preguntado.
La voz de Edward se volvió más rápida y dura.
—No puedo describir cómo me sentí. No tengo palabras.
Los brazos de Jacob se ciñeron a mi alrededor.
—Pero tú te fuiste porque no querías que ella se convirtiera en una chupasangres.
Deseabas que continuara siendo humana.
Edward repuso despacio.
—Jacob, desde el momento en que me di cuenta de que la amaba, supe que había
sólo cuatro posibilidades.
»La primera alternativa, la mejor para Bella, habría sido que no sintiera eso tan fuerte
que siente por mí, que me hubiera dejado y se hubiera marchado. Yo lo habría aceptado,
aunque eso no modificara mis sentimientos. Tú piensas que yo soy como... una piedra
viviente, dura y fría. Y es verdad. Somos lo que somos y es muy raro que
experimentemos ningún cambio real, pero cuando eso sucede, como cuando Bella entró
en mi vida, es un cambio permanente. No hay forma de volver atrás...
»La segunda opción, la que yo escogí al principio, fue quedarme con ella a lo largo de
toda su vida humana. A Bella no le convenía malgastar su tiempo con alguien que no
podía ser humano como ella, pero era la alternativa que yo podía encarar con mayor
facilidad. Sabiendo, por supuesto, que cuando ella muriera, yo también encontraría una
forma de morir. Sesenta o setenta años seguramente me parecerían muy pocos años...
Pero entonces se demostró lo peligroso que era para ella vivir tan cerca de mi mundo...
Parecía que iba mal todo lo que podía ir mal. O bien pendía sobre nosotros... esperando
para golpearnos. Me aterrorizaba pensar que ni siquiera tendría esos sesenta años si me
quedaba cerca de Bella siendo ella humana.
»Así que escogí la tercera posibilidad, la que, sin duda, se ha convertido en el peor
error de mi muy larga vida, como ya sabes: Salir de su vida, esperando que ella se viera
forzada a aceptar la primera alternativa. No funcionó y casi nos mata a ambos en el
camino.
»¿Qué es lo que me queda, sino la cuarta opción? Es lo que ella quiere, o al menos,
lo que cree querer. Estoy intentando retrasarlo, darle tiempo para que encuentre una
razón que le haga cambiar de idea, pero Bella es muy... terca. Eso ya lo sabes. Tendré
suerte si consigo alargarlo unos cuantos meses más. Tiene pánico a hacerse mayor y su
cumpleaños es en septiembre...
—Me gusta la primera alternativa —masculló Jacob.
Edward no respondió.
—Ya sabes lo mucho que me cuesta aceptar esto —murmuró Jake lentamente—,
pero veo cuánto la amas... a tu manera. No lo puedo negar.
»Teniendo eso en cuenta, no creo que debas abandonar todavía la primera opción.
Pienso que hay grandes probabilidades de que ella estuviera bien. Una vez pasado el
tiempo, claro. Ya sabes, si no hubiera saltado del acantilado en marzo y si tú hubieras
esperado otros seis meses antes de venir a comprobar... Bueno, podrías haberla
encontrado razonablemente feliz. Tenía un plan en marcha.
Edward rió entre dientes.
—Quizá hubiera funcionado. Era un plan muy bien pensado.
—Así es —suspiró Jake—, pero... —de repente comenzó a susurrar tan rápido que las
palabras se le enredaron unas con otras—, dame un año chupasa..., Edward. Creo que
puedo hacerla feliz, de verdad. Es cabezota, nadie lo sabe mejor que yo, pero tiene
capacidad de sanar. De hecho, se hubiera curado antes. Y ella podría seguir siendo
humana, en compañía de Charlie y Renée, y maduraría, tendría niños y... sería Bella.
»Tú la quieres tanto como para ver las ventajas de este plan. Ella cree que eres muy
altruista, pero ¿lo eres de veras? ¿Puedes llegar a considerar la idea de que yo sea mejor
para Bella que tú?
—Ya lo he hecho —contestó Edward serenamente—. En muchos sentidos, tú serías
mucho más apropiado para ella que cualquier otro ser humano. Bella necesita alguien a
quien cuidar y tú eres lo bastante fuerte para protegerla de sí misma y de cualquiera que
intentara hacerle daño. Ya lo has hecho, razón por la que estoy en deuda contigo por el
resto de mi vida, es decir, para siempre, sea lo que sea que venga antes...
«Incluso le he preguntado a Alice si Bella estaría mejor contigo. Es imposible que lo
sepa, claro: mi hermana no puede veros; así que Bella, de momento, está segura de su
elección.
»Pero no voy a ser tan estúpido como para cometer el mismo error de la vez anterior,
Jacob. No voy a intentar obligarla a que escoja de nuevo la primera alternativa. Me
quedaré mientras ella me quiera a su lado.
—¿Y si al final decidiera que me quiere a mí? —le desafió Jacob—. De acuerdo, es
una posibilidad muy remota, te concedo eso.
—La dejaría marchar.
—¿Sin más? ¿Simplemente así?
—En el sentido de que nunca le mostraría lo duro que eso sería para mí, sí, pero me
mantendría vigilante. Mira, Jacob, también tú podrías dejarla algún día. Como Sam y
Emily, tampoco tú tendrías opción. Siempre estaría esperando para sustituirte y me
moriría de ganas de que eso sucediera.
Jacob resopló por lo bajo.
—Bueno, has sido mucho más sincero de lo que tenía derecho a esperar, Edward.
Gracias por permitirme entrar en tu mente.
—Como te he dicho, me siento extrañamente agradecido por tu presencia en su vida
esta noche. Es lo menos que podía hacer... ya sabes, Jacob, si no fuera por el hecho de
que somos enemigos naturales y que pretendes robarme la razón de mi existencia, en
realidad, creo que me caerías muy bien.
—Quizá... si no fueras un asqueroso vampiro que planea quitarle la vida a la chica que
amo... Bueno, no, ni siquiera entonces.
Edward rió entre dientes.
—¿Puedo preguntarte algo? —empezó Edward después de un momento en silencio.
—¿Acaso necesitas preguntar?
—Sólo escucho tus pensamientos. Es sobre una historia que Bella no tenía interés
alguno en contarme el otro día. Algo acerca de una tercera esposa...
—¿Qué pasa con eso?
Edward no contestó, escuchando la historia en la mente de Jacob. Oí su lento siseo
en la oscuridad.
—¿Qué? —inquirió Jacob de nuevo.
—Claro. ¡Claro! —a Edward le hervía la sangre—. Hubiera preferido que tus mayores
se hubieran callado esa historia para ellos mismos, Jacob.
—¿No te gusta ver a las sanguijuelas en el papel de chicos malos? —se burló
Jacob—. Ya sabes que lo son. Entonces y ahora.
—Lo cierto es que esa parte me importa un rábano. ¿No adivinas con qué personaje
podría sentirse identificada Bella?
A Jacob le llevó un minuto caer en la cuenta.
—Oh, oh. Arg. La tercera esposa. Vale, ya veo por dónde vas.
—Por eso quiere estar en el claro. Para hacer lo que pueda, por poco que sea, tal
como dijo... —Edward suspiró—. Ése es otro buen motivo para que mañana no me separe
de ella. Tiene una gran inventiva cuando desea algo.
—Pues ya sabes, tu hermano de armas le dio esa misma idea tanto como la propia
historia.
—Nadie pretendió hacer daño —cuchicheó Edward en un intento de serenar los
ánimos.
—¿Y cuánto durará esta pequeña tregua? —preguntó Jacob—. ¿Hasta las primeras
luces? ¿O mejor esperamos hasta que termine la lucha?
Hubo una pausa mientras ambos pensaban.
—Cuando amanezca —susurraron a la vez, y después ambos se echaron a reír.
—Que duermas bien, Jacob —masculló Edward—. Disfruta del momento.
Se hizo el silencio de nuevo, y la tienda se quedó quieta durante unos cuantos
minutos. El viento parecía haber decidido que después de todo, no nos iba a aplastar y se
estaba dando por vencido.
Edward gruñó por lo bajo.
—No quería decir eso de forma tan literal.
—Lo siento —cuchicheó Jacob—. Podrías dejarme, ya sabes... dejarnos una cierta
intimidad.
—¿Quieres que te ayude a dormir, Jacob? —le ofreció Edward.
—Podrías intentarlo —le contestó Jacob, indiferente—. Sería interesante ver quién
saldría peor parado, ¿no?
—No me tientes mucho, lobo. Mi paciencia no es tan grande como para eso.
Jacob rió entre dientes.
—Mejor no me muevo ahora, si no te importa.
Edward comenzó a canturrear para sí mismo, aunque más alto de lo habitual,
intentando ahogar los pensamientos de Jacob, supuse. Pero era mi nana lo que
tarareaba, y a pesar de la creciente inquietud que este sueño en susurros me había
provocado, caí aún más profundo en la inconsciencia..., en otros sueños que tenían más
sentido...

LIBRO 2: LUNA NUEVA


ÉSTE ES EL CAPÍTULO DEL LIBRO LUNA NUEVA QUE ME GUSTÓ MÁS. ESPERO QUE LES GUSTE


La familia


Me acurruqué junto a Jacob y escudriñé la espesura en busca de los demás
hombres lobo. Cuando aparecieron entre los árboles no eran como había esperado.
Tenía la imagen de los lobos grabada en mi cabeza. Éstos eran tan sólo cuatro chicos
medio desnudos y realmente grandes.
De nuevo, me recordaron a hermanos cuatrillizos. Debió de ser la forma en que
se movieron —casi sincronizados— para interponerse en nuestro camino, o el hecho
de que todos tuvieran los mismos músculos grandes y redondeados bajo la misma
piel entre rojiza y marrón, el mismo cabello negro cortado al rape, y también la forma
en que sus rostros cambiaban de expresión en el mismo instante.
Salieron del bosque con curiosidad y también con cautela. Al verme allí, medio
escondida detrás de Jacob, los cuatro se enfurecieron a la vez.
Sam seguía siendo el más grande, aunque Jacob estaba cerca ya de alcanzarle.
Realmente Sam no contaba como un chico. Su rostro parecía el de una persona
mayor; no porque tuviera arrugas o señales de la edad, sino por la madurez y la
serenidad de su expresión.
—¿Qué has hecho, Jacob? —preguntó.
Uno de los otros, a quien no reconocí —Jared o Paul—, habló antes de que Jacob
tuviera tiempo de defenderse.
—¿Por qué no te limitas a seguir las normas, Jacob? —gritó, agitando los
brazos—. ¿En qué demonios estás pensando? ¿Te parece que ella es más importante
que todo lo demás, que toda la tribu? ¿Más importante que la gente a la que están
matando?
—Ella puede ayudarnos —repuso Jacob sin alterarse.
—¡Ayudarnos! —exclamó el chico, furioso. Los brazos le empezaron a
temblar—. ¡Claro, es lo más probable! Seguro que esta amiga de las sanguijuelas se
muere por ayudarnos.
—¡No hables así de ella! —respondió Jacob, escocido por las críticas.
Un escalofrío recorrió los hombros y la espina dorsal del otro muchacho.
—¡Paul, relájate! —le ordenó Sam.
Paul sacudió la cabeza de un lado a otro, no en señal de desafío, sino como si
tratara de concentrarse.
—Demonios, Paul —murmuró uno de los otros, probablemente Jared—.
Contrólate.
Paul giró la cabeza hacia Jared, enseñando los dientes en señal de irritación.
Después volvió su mirada colérica hacia mí. Jacob dio un paso adelante para
cubrirme con su cuerpo.
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Fue la gota que colmó el vaso.
—¡Muy bien, protégela! —rugió Paul, furioso. Otro temblor, más bien una
convulsión, recorrió su cuerpo. Paul echó el cuello hacia atrás y un auténtico aullido
brotó de entre sus dientes.
—¡Paul! —gritaron al unísono Sam y Jacob.
Paul empezó a vibrar con violencia y cayó hacia delante. Antes de llegar al
suelo se oyó un fuerte sonido de desgarro y el chico explotó.
Una piel peluda, de color plateado oscuro, brotó de su interior y se hinchó hasta
adoptar una forma que superaba en más de cinco veces su tamaño anterior; una
figura enorme, acurrucada y presta para saltar.
El lobo arrugó el hocico descubriendo los dientes, y otro gruñido hizo
estremecer su colosal pecho. Sus ojos oscuros y rabiosos se clavaron en mí.
En ese mismo segundo, Jacob atravesó corriendo la carretera, directo hacia el
monstruo.
—¡Jacob! —grité.
A media zancada, un fuerte temblor sacudió la columna vertebral de Jacob, que
saltó de cabeza hacia delante.
Con otro penetrante sonido de desgarro, Jacob estalló a su vez. Al hacerlo se
desprendió de su piel, y jirones de tela blanca y negra volaron por los aires. Todo
ocurrió tan rápido que, si hubiese parpadeado, me habría perdido la transformación.
Un segundo antes, Jacob saltaba de cabeza, y un segundo después se había
convertido en un gigantesco lobo de color pardo rojizo —tan descomunal que yo no
podía comprender cómo aquella ingente masa había encajado dentro del cuerpo de
mi amigo—, que embestía contra la bestia plateada.
Jacob chocó de cabeza contra el otro hombre lobo. Sus furiosos rugidos
resonaron como truenos entre los árboles.
Los harapos blancos y negros —restos de la ropa de Jacob— cayeron flotando
hasta el suelo en el mismo lugar donde él había desaparecido.
—¡Jacob! —grité de nuevo, mientras trataba de acercarme a él.
—Quédate donde estás, Bella —me ordenó Sam.
Era difícil oírle por encima de los bramidos de ambos lobos, que se mordían y
arañaban buscando la garganta del rival con sus afilados dientes. Jacob parecía ir
ganando: era apreciablemente más grande, y también parecía mucho más fuerte.
Se servía del hombro para embestir contra el lobo gris una y otra vez,
obligándolo a retroceder hacia los árboles.
—¡Llevadla a casa de Emily! —ordenó Sam a los otros chicos, que se habían
quedado absortos contemplando la pelea.
Jacob había conseguido sacar al lobo gris del camino a fuerza de empujones, y
ahora ambos habían desaparecido en la espesura, aunque sus rugidos se oían aún
con fuerza. Sam corrió tras ellos, quitándose los zapatos sobre la marcha. Cuando se
lanzó entre los árboles estaba temblando de pies a cabeza.
Los gruñidos y ruidos de ramas tronchadas empezaban a perderse a lo lejos. De
repente, el sonido se interrumpió y en la carretera volvió a reinar el silencio.
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Uno de los chicos empezó a reírse.
Me di la vuelta para mirarle fijamente; mis ojos estaban abiertos de par en par y
paralizados, incapaces siquiera de parpadear.
Al parecer, el chico se estaba riendo de mi expresión.
—Bueno, esto es algo que no ves todos los días —dijo con una risita disimulada.
Su cara me resultaba vagamente familiar. Era más delgado que los otros... Sí, Embry
Call.
—Yo sí —gruñó Jared, el otro chico—. A diario.
—Qué va. Paul no pierde los estribos todos los días —repuso Embry, sin dejar
de sonreír—. Como mucho, dos de cada tres.
Jared se agachó para recoger algo blanco del suelo y lo sostuvo en alto para
enseñárselo a Embry. Lo que fuera, colgaba de su mano en flácidas tiras.
—Está hecha polvo —dijo Jared—. Billy dijo que era el último par que podía
comprarle. Supongo que Jacob tendrá que ir descalzo a partir de ahora.
—Ésta ha sobrevivido —dijo Embry, recogiendo una deportiva blanca—. Al
menos, Jake podrá ir a la pata coja —añadió con una carcajada.
Jared se dedicó a recolectar harapos del suelo.
—Ten los zapatos de Sam. Todo lo demás está para tirarlo a la basura.
Embry tomó los zapatos y después corrió hacia los árboles entre los que había
desaparecido Sam. Volvió pocos segundos después, con unos vaqueros cortados al
hombro. Jared recogió los jirones de las ropas de Jacob y Paul e hizo una bola con
ellos. De pronto, pareció acordarse de mi presencia.
Me miró con detenimiento, como si me estuviera evaluando.
—Eh, no irás a desmayarte o vomitar, o algo de eso... —me espetó.
—Creo que no —respondí después de tragar saliva.
—No tienes buen aspecto. Es mejor que te sientes.
—Vale —murmuré. Por segunda vez en la misma mañana, metí la cabeza entre
las rodillas.
—Jake debería habernos avisado —se quejó Embry.
—No tendría que haber metido a su chica en esto. ¿Qué esperaba?
—Bueno, se ha descubierto el pastel —Embry suspiró—. Enhorabuena, Jake.
Levanté la cabeza y me quedé mirando a ambos chicos, que al parecer se lo
estaban tomando todo muy a la ligera.
—¿Es que no os preocupa lo que les pueda pasar? —les pregunté.
Embry parpadeó, sorprendido.
—¿Preocuparnos? ¿Por qué?
—¡Pueden hacerse daño!
Embry y Jared se troncharon de risa.
—Ojalá Paul le dé un buen mordisco —dijo Jared—. Eso le enseñará una
lección.
Yo empalidecí.
—¡Lo llevas claro! —repuso Embry—. ¿Has visto a Jake? Ni siquiera Sam puede
entrar en fase de esa forma, en pleno salto. Al ver que Paul perdía el control, ¿cuánto
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ha tardado en atacarle, medio segundo? Ese tío tiene un don.
—Paul lleva luchando más tiempo. Te apuesto diez pavos a que le deja una
marca.
—Trato hecho. Jake es un superdotado. Paul no tiene absolutamente nada que
hacer.
Se estrecharon la mano con una sonrisa.
Intenté tranquilizarme al ver que no estaban preocupados, pero no podía
quitarme de la cabeza las imágenes brutales de los dos licántropos a la greña. Tenía el
estómago revuelto, vacío y con acidez, y la inquietud me había provocado dolor de
cabeza.
—Vamos a ver a Emily. Seguro que tiene comida preparada —Embry bajó la
mirada hacia mí—. ¿Te importa llevarnos?
—No hay problema —dije, medio atragantada.
Jared enarcó una ceja.
—Creo que es mejor que conduzcas tú, Embry. Aún tiene pinta de ir a devolver
de un momento a otro.
—Buena idea. ¿Dónde están las llaves? —me preguntó Embry.
—Puestas en el contacto.
Embry abrió la puerta del acompañante.
—Pasa —me dijo en tono alegre, levantándome del suelo con una mano y
poniéndome sobre el asiento. Después estudió el sitio disponible—. Tendrás que ir
detrás —le dijo a Jared.
—Mejor. No tengo mucho estómago. Cuando eche la pota prefiero no verlo.
—Apuesto a que es más dura que eso. Al fin y al cabo, anda con vampiros.
—¿Cinco pavos? —propuso Jared.
—Hecho. Me siento culpable por quitarte así tu dinero.
Embry entró y puso en marcha el motor mientras Jared se encaramaba de un
salto a la parte de atrás. En cuanto cerró su puerta, Embry me dijo en voz baja:
—Procura no vomitar, ¿vale? Sólo tengo un billete de diez y si Paul ha
conseguido clavarle los dientes a Jacob...
—Vale—musité.
Embry nos llevó de vuelta al pueblo.
—Oye, ¿cómo ha conseguido Jake burlar el requerimiento?
—El... ¿qué?
—La orden. Ya sabes, lo de no irse de la lengua. ¿Cómo es que te ha hablado de
esto?
—Ah, ya—dije, recordando cómo la noche anterior Jake casi se atraganta al
intentar decirme la verdad—. No lo ha hecho. Yo lo he adivinado.
Embry se mordisqueó los labios, con gesto de sorpresa.
—Mmm. Supongo que es posible.
—¿Adónde vamos? —pregunté.
—A casa de Emily. Es la chica de Sam. Bueno, creo que ahora es su prometida.
Se reunirán allí con nosotros cuando Sam termine de regañarles por lo que acaba de
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pasar y cuando Paul y Jake se agencien ropa nueva, si es que a Paul le queda algo.
—¿Sabe Emily que...?
—Sí. Ah, y no te quedes mirándola. A Sam no le hace gracia.
Fruncí el ceño.
—¿Por qué iba a quedarme mirándola?
Embry parecía incómodo.
—Como acabas de ver, andar con hombres lobo tiene sus riesgos —se apresuró
a cambiar de tema—. Oye, ¿estás bien después de lo que pasó en el prado con esa
sanguijuela de pelo negro? No parecía amigo tuyo, pero... — Embry se encogió de
hombros.
—No, no era mi amigo.
—Eso está bien. No queríamos empezar de nuevo. Me refiero a romper el
tratado, ya sabes.
—Ah, sí. Jake me habló de ese pacto hace mucho. ¿Por qué matar a Laurent
significa romperlo?
—Laurent —resopló Embry, como si le hiciera gracia que el vampiro tuviese
nombre—. Bueno, técnicamente estábamos en terreno de los Cullen. No se nos
permite atacar a ningún Cullen fuera de nuestro territorio... a no ser que sean ellos
quienes rompan primero el tratado. No sabemos si ese tío del pelo negro era pariente
de ellos, o algo así. Por lo visto, tú le conocías.
—¿Y cómo pueden romper ellos el tratado?
—Mordiendo a un humano, pero Jake no estaba dispuesto a dejar que la cosa
llegara tan lejos.
—Ah, ya veo. Gracias. Me alegro de que no esperaseis tanto.
—Fue un placer —contestó él, y por su tono parecía hablar en sentido literal.
Embry siguió por la autovía hasta dejar atrás la casa que estaba más al este, y
después tomó un estrecho sendero de tierra.
—Esta tartana es un poco lenta —me soltó.
—Lo siento.
Al final del sendero había una diminuta casa —que en tiempos había sido
gris— con una única ventana estrecha junto a la puerta, pintada de un azul
descolorido; pero la jardinera que había bajo ella estaba llena de caléndulas amarillas
y naranjas que brindaban al lugar un aspecto muy alegre.
Embry abrió la puerta del monovolumen y olfateó el aire.
—Qué bien, Emily está cocinando.
Jared saltó de la parte trasera del vehículo y se dirigió hacia la puerta, pero
Embry le puso una mano en el pecho y le detuvo. Mirándome con un gesto
significativo, carraspeó.
—No llevo la cartera encima —se excusó Jared.
—No importa. Me acordaré.
Subieron el único escalón y entraron en la casa sin llamar. Los seguí con
timidez.
El salón era cocina en su mayor parte, como en el hogar de Jacob. Una mujer
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joven, de piel cobriza y lustrosa y cabello largo, liso y negro como azabache estaba
tras la barra, junto al fregadero, sacando panecillos de un molde y colocándolos sobre
una bandeja de papel. Durante un segundo, pensé que Embry me había dicho que no
me quedara mirándola porque la chica era muy bonita.
Después preguntó con voz melodiosa: «¿Tenéis hambre?», y se volvió hacia
nosotros, con una sonrisa en media cara.
La parte derecha de su rostro, desde el nacimiento del pelo hasta la barbilla,
estaba surcada por tres gruesas cicatrices de color cárdeno, aunque hacía mucho
tiempo que debían de haberse curado. Una de ellas deformaba las comisuras de su
ojo derecho, que era oscuro y de forma almendrada, mientras que otra retorcía el
lado derecho de su boca en una mueca permanente.
Agradeciendo la advertencia de Embry, me apresuré a desviar la mirada hacia
los panecillos que tenía en las manos. Olían de maravilla, a arándano fresco.
—Oh —dijo Emily, sorprendida—. ¿Quién es?
Levanté los ojos, intentando enfocarlos en el lado izquierdo de su cara.
—Bella Swan —dijo Jared, encogiéndose de hombros. Por lo visto, ya habían
hablado antes de mí—. ¿Quién querías que fuera?
—Deja que Jacob se encargue de solucionarlo —murmuró Emily, mirándome
fijamente. Ninguna de las dos mitades de aquel rostro, que en tiempos fue bello, se
mostraba amistosa—. Así que tú eres la chica vampiro.
Me envaré.
—Sí. ¿Y tú eres la chica lobo?
Ella se rió, al igual que Embry y Jared. La parte izquierda de su rostro adoptó
un gesto más cálido.
—Supongo que sí —volviéndose hacia Jared, preguntó—: ¿Dónde está Sam?
—Esto, digamos que Bella ha sacado de sus casillas a Paul.
Emily puso en blanco el ojo bueno.
—Ay, este Paul —suspiró—. ¿Crees que tardarán mucho? Estaba a punto de
ponerme a cuajar los huevos.
—No te preocupes —respondió Embry—. Aunque tarden, no dejaremos que
sobre nada.
Emily se rió entre dientes y abrió el frigorífico.
—No lo dudo —dijo—. ¿Tienes hambre, Bella? Vamos, cómete un panecillo.
—Gracias.
Tomé uno de la bandeja y empecé a mordisquear los bordos. Estaba delicioso, y
a mi delicado estómago pareció sentarle bien. Embry tomó su tercer panecillo y se lo
metió entero en la boca.
—Deja alguno para tus hermanos —le regañó Emily, pegándole en la cabeza
con una cuchara de madera. La palabra me sorprendió, pero los demás no le dieron
importancia.
—Cerdo —comentó Jared.
Me apoyé en la barra y observé cómo los tres se gastaban bromas, igual que si
fueran de la misma familia. La cocina de Emily era un lugar acogedor y luminoso,
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con armarios blancos y el suelo de madera clara. Sobre la pequeña mesa redonda
había un jarrón blanco y azul, de porcelana china envejecida, lleno de flores
silvestres. Embry y Jared parecían estar a sus anchas en aquella casa.
Emily estaba batiendo en un gran cuenco amarillo una cantidad exagerada de
huevos, varias docenas. Cuando se remangó la camisa de color lavanda, pude ver
que las cicatrices se prolongaban por todo el brazo hasta llegar a la mano derecha.
Tal y como había dicho Embry, andar en compañía de licántropos tenía sus riesgos.
La puerta principal se abrió y Sam entró en la casa.
—Emily —saludó.
Su voz estaba impregnada de tanto amor que me avergoncé y me sentí como
una intrusa mientras veía a Sam cruzar la sala de una zancada y tomar el rostro de
Emily entre sus grandes manos. Se inclinó, besó primero las oscuras cicatrices de su
mejilla derecha y después la besó en los labios.
—Eh, dejadlo ya —se quejó Jared—. Estoy comiendo.
—Entonces cierra el pico y come —le sugirió Sam mientras volvía a besar la
boca deformada de Emily.
—¡Puaj! —gruñó Embry.
Era peor que una película romántica: esto era real, un canto a la alegría, la vida
y el amor verdadero. Dejé el panecillo y crucé los brazos sobre el vacío de mi pecho.
Clavé la mirada en las llores en un intento de ignorar la paz absoluta del momento
que ambos compartían y el terrible palpitar de mis heridas.
Cuando Jacob y Paul entraron por la puerta agradecí la distracción, pero
enseguida me quedé de piedra al verles llegar riéndose. Paul le propinó un puñetazo
en el hombro a Jacob, al que éste respondió con un codazo en los riñones. Volvieron a
reírse. Ambos parecían ilesos.
La mirada de Jacob recorrió la sala y se detuvo cuando me vio apoyada en la
encimera, al otro extremo de la cocina, azorada y fuera de lugar.
—Hola, Bella —me saludó en tono alegre. Tomó dos panecillos al pasar junto a
la mesa y se acercó a mí—. Siento lo de antes —añadió en voz baja—. ¿Qué tal lo
llevas?
—No te preocupes, estoy bien. Estos panecillos están muy ricos —recogí el mío
y empecé a mordisquearlo de nuevo. Ahora que Jacob estaba a mi lado, ya no sentía
aquel terrible dolor en el pecho.
—Pero tronco... —se quejó Jared, interrumpiéndonos.
Levanté la mirada. Él y Embry estaban examinando el antebrazo de Paul, en el
que se veía una línea rosada que ya empezaba a borrarse. Embry sonreía exultante.
—Quince dólares —cacareó.
—¿Se lo has hecho tú? —le pregunté en voz baja a Jacob, recordando la apuesta.
—Apenas le he tocado. Estará como nuevo cuando se ponga el sol.
—¿Cuando se ponga el sol? —me quedé mirando la cicatriz del brazo de Paul.
Era extraño, pero parecía tener varias semanas.
—Cosas de lobos —susurró Jacob.
Asentí, intentando no parecer demasiado intranquila.
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—¿Y tú estás bien? —le pregunté en voz baja.
—Ni un arañazo —respondió, con gesto engreído.
—Eh, tíos —dijo Sam en voz alta, interrumpiendo todas las conversaciones del
pequeño salón. Emily estaba junto a la hornilla, batiendo el revuelto de huevos en
una enorme sartén, pero Sam, en un gesto inconsciente, tenía una mano puesta sobre
sus riñones—. Jacob tiene información para nosotros.
Paul no parecía sorprendido. Jacob ya se lo debía de haber explicado a él y a
Sam. O... le habían leído el pensamiento.
—Sé lo que quiere la pelirroja —dijo Jacob, dirigiéndose a Jared y Embry—. Es
lo que estaba intentando deciros antes —añadió, dándole un puntapié a la pata de
una silla que Paul acababa de traer al salón.
—¿Y? —preguntó Jared.
Jacob se puso serio.
—Pretende vengar a su pareja... sólo que no se trataba de la sanguijuela de
cabello negro a la que hemos matado. Los Cullen se cargaron a su chico el año
pasado, así que ahora ella va a por Bella.
No era ninguna novedad para mí, pero aun así sentí un escalofrío.
Jared, Embry y Emily me miraron boquiabiertos.
—Es sólo una niña —protestó Emily.
—No he dicho que tenga lógica, pero ésa es la razón por la que los
chupasangres han intentado burlarnos. El punto de mira de la pelirroja está fijo en
Forks.
Siguieron mirándome con la boca abierta durante un largo rato. Yo sacudí la
cabeza.
—Excelente —dijo Jared, por fin, y una sonrisa empezó a dibujarse en las
comisuras de su boca—. Tenemos un cebo.
Con asombrosa velocidad, Jacob agarró un abrelatas del mostrador y se lo tiró a
Jared a la cabeza. La mano de Jared relampagueó en el aire, más rápido de lo que
habría creído posible, y atrapó el abrelatas antes de que le golpeara en la cara.
—Bella no es ningún cebo.
—Ya sabes a qué me refiero —dijo Jared, impertérrito.
—En tal caso, tenemos que cambiar nuestras pautas —dijo Sam, haciendo caso
omiso de la discusión entre Jacob y Jared—. Vamos a tenderle unas cuantas trampas,
a ver si cae en alguna. Habremos de actuar por separado, aunque no me hace gracia,
pero no creo que intente aprovecharse de que estemos divididos si es verdad que
viene a por Bella.
—Quil debería estar con nosotros —murmuró Embry—. Así podríamos
dividirnos en números pares.
Todos agacharon la cabeza. Miré a Jacob a la cara; se le veía descorazonado,
como el día anterior por la tarde, junto a su casa. Aunque en aquella alegre cocina
parecían contentos con su destino, ninguno de aquellos licántropos quería que su
amigo lo compartiera.
—Bueno, no podemos contar con ello —dijo Sam en voz baja y luego siguió
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hablando en tono normal—. Paul, Jared y Embry se encargarán del perímetro
exterior, y Jacob y yo del interior. Podremos permitirnos el lujo de venirnos abajo
cuando la hayamos atrapado.
Me di cuenta de que a Emily no le hacía mucha gracia que Sam estuviera en el
grupo más reducido. Su inquietud hizo que yo también mirase a Jacob con
preocupación.
Sam se dio cuenta.
—Según Jacob, lo mejor es que pases todo el tiempo posible aquí, en La Push.
Sólo por si acaso: así ella no podrá localizarte tan fácilmente.
—¿Y qué pasa con Charlie? —pregunté.
—El torneo de baloncesto todavía no ha terminado —dijo Jacob—. Creo que
Billy y Harry se las arreglarán para retener a Charlie en La Push cuando no esté
trabajando.
—Esperad —ordenó Sam al tiempo que levantaba la mano. Sus ojos buscaron
un instante a Emily y después volvió a mirarme—. Aunque Jacob crea que esto es lo
mejor, debes decidirlo tú misma y sopesar muy seriamente los riesgos de ambas
opciones. Ya has visto esta mañana con qué facilidad la situación puede volverse
peligrosa y qué deprisa se nos puede escapar de las manos. No puedo garantizar tu
seguridad personal si eliges quedarte con nosotros.
—Yo no le haré daño —murmuró Jacob, agachando la mirada.
Sam actuó como si no le hubiera oído.
—Si hay otro lugar en el que te sientas segura...
Me mordí el labio. ¿Adónde podía ir sin poner en peligro a otras personas? Me
sentía reacia a meter en esto a Renée y ponerla en el centro de la diana que me habían
pintado encima.
—No quiero atraer a Victoria a ningún otro lugar —susurré.
Sam asintió.
—Eso es cierto. Es mejor tenerla aquí, donde podemos acabar con esto de una
vez por todas.
Sentí un estremecimiento. No quería que Jacob ni ninguno de los demás
intentara acabar con Victoria. Miré a Jacob a la cara; se le veía relajado, como si
siguiera siendo el mismo Jacob al que recordaba antes de todo aquel asunto de los
lobos, y totalmente indiferente a la idea de cazar vampiros.
—Tendrás cuidado, ¿verdad? —le pregunté, con un nudo en la garganta
demasiado evidente.
Los chicos prorrumpieron en sonoros aullidos de burla. Todos se rieron de mí...
salvo Emily, que me miró a los ojos; de repente, descubrí la simetría que se ocultaba
bajo su deformidad. Su cara seguía siendo bonita y estaba animada por una
preocupación aún más intensa que la mía. Tuve que apartar la mirada antes de que el
amor que se escondía bajo su preocupación me hiciera daño de nuevo.
—La comida está lista —anunció, y la conversación sobre estrategias pasó a la
historia.
Los chicos se apresuraron a rodear la mesa, que a su lado parecía diminuta y en
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peligro de quedar reducida a astillas de un momento a otro. Devoraron en un tiempo
récord la enorme sartén de huevos que Emily había puesto en el centro. Ella comió
apoyada en la encimera, como yo, evitando el pandemónium de la mesa, mientras
observaba a los chicos con gesto de cariño. Su expresión afirmaba a las claras que
aquélla era su familia.
No era exactamente lo que habría esperado de una manada de licántropos.
Pasé el día en La Push, la mayor parte del tiempo en casa de Billy, que dejó un
mensaje en la comisaría y en el contestador de Charlie. Papá apareció a la hora de
cenar con dos pizzas. Por suerte trajo dos familiares, porque Jacob se zampó una él
sólo.
Charlie se pasó toda la noche mirándonos con gesto suspicaz, sobre todo a
Jacob, que estaba muy cambiado. Cuando le preguntó por el pelo, él se encogió de
hombros y le dijo que así estaba mucho más cómodo.
Sabía que en cuanto Charlie y yo nos fuéramos a casa, Jacob se dedicaría a
correr por los alrededores en forma de lobo como había hecho de manera
intermitente a lo largo del día. Él y sus hermanos de raza mantenían una vigilancia
constante y buscaban indicios del regreso de Victoria. Pero, puesto que la noche
anterior la habían ahuyentado de las fuentes termales —según Jacob, la habían
perseguido casi hasta Canadá—, ella no tenía más remedio que hacer otra incursión.
No albergaba la menor esperanza de que Victoria se limitara a renunciar. Yo no
tenía ese tipo de suerte.
Jacob se acercó al monovolumen después de cenar y se quedó junto a la
ventanilla, esperando a que Charlie se marchara primero con el coche patrulla.
—No pases miedo esta noche —me dijo mientras Charlie fingía tener problemas
con el cinturón de seguridad—. Estaremos ahí fuera, vigilando.
—No me preocuparé, al menos por mí —le prometí.
—No seas boba. Cazar vampiros es muy divertido. Es mejor parte de todo este
lío.
Yo sacudí la cabeza.
—Si yo soy boba, entonces tú eres un perturbado peligroso.
Jacob soltó una risita.
—Descansa un poco. Se te ve agotada.
—Lo intentaré.
Charlie tocó el claxon, impaciente.
—Hasta mañana —se despidió Jacob—. Ven en cuanto te levantes.
—Lo haré.
Charlie me siguió hasta casa en el coche patrulla. No presté demasiada atención
a sus luces en mi retrovisor. En vez de eso, me pregunté dónde andarían
merodeando Sam, Jared, Embry y Paul, y si Jacob se les habría unido ya.
Corrí hacia las escaleras en cuando llegamos a casa, pero Charlie vino detrás de
mí.
—¿Qué está pasando, Bella? —me preguntó antes de que pudiera escapar—.
Creía que Jacob formaba parte de una banda y que estabais peleados.
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—Lo hemos arreglado.
—¿Y la banda?
—No lo sé. ¿Quién entiende a los chicos? Son un misterio, pero he conocido a
Sam Uley y a su prometida, Emily. Me han parecido muy simpáticos —me encogí de
hombros—. Debe de haber sido todo un malentendido.
A Charlie se le mudó el semblante.
—No sabía que él y Emily lo habían hecho oficial. Me parece muy bien. Pobre
chica.
—¿Sabes qué le pasó?
—La atacó un oso, allá en el norte, durante la temporada de desove del salmón.
Fue horrible. Ya ha pasado más de un año desde el accidente. Tengo entendido que a
Sam le afectó muchísimo.
—Es horrible —repetí yo.
Más de un año. Habría apostado que aquello ocurrió cuando sólo había un
hombre lobo en La Push. Me estremecí al pensar en cómo debía de sentirse Sam cada
vez que miraba a Emily a la cara.
Esa noche me quedé despierta mucho rato mientras intentaba organizar en mi
mente los sucesos del día. Fui remontándome desde la cena con Billy, Jacob y Charlie
hasta la larga tarde que había pasado en casa de los Black esperando con inquietud a
saber algo de Jake, y después a la cocina de Emily, al horror del combate de los
licántropos, a la conversación con Jacob en la playa...
Pensé en lo que me había dicho aquella misma mañana sobre la hipocresía.
Estuve dándole vueltas un buen rato. No me gustaba pensar que era una hipócrita,
pero ¿qué sentido tenía engañarme a mí misma?
Me enredé en un círculo vicioso. No, Edward no era un asesino. Ni siquiera en
los momentos más oscuros de su pasado había matado a personas inocentes.
Pero ¿qué habría pasado si hubiera sido un asesino? ¿Y si durante la época en
que le conocí se hubiese comportado como cualquier otro vampiro? ¿Y si se hubiesen
producido desapariciones en el bosque, igual que ahora? ¿Me habría apartado de él?
Me dije que no, con tristeza, y me recordé a mí misma que el amor es irracional.
Cuanto más quieres a alguien, menos lógica tiene todo.
Me di la vuelta en la cama y traté de pensar en otra cosa. Me imaginé a Jacob y a
sus hermanos corriendo en la oscuridad. Me quedé dormida imaginando a los
hombres lobo, invisibles en la noche y protegiéndome del peligro. Cuando empecé a
soñar, volvía a estar en el bosque, pero esta vez no deambulaba perdida. Iba con
Emily, agarrada a su mano llena de cicatrices, y ambas escrutábamos las tinieblas,
esperando con ansiedad a que nuestros licántropos regresaran a casa.

LIBRO 1: CREPÚSCULO



LES DEJO MI CAPÍTULO FAVORITO DEL PRIMER LIBRO DE LA SAGA, ESPERO QUE LO DISFRUTEN.
GRUPO SANGUINEO

Me dirigí a clase de Lengua aún en las nubes, tal era así que al entrar ni siquiera me di cuenta de que la clase había comenzado.
—Gracias por venir, señorita Swan —saludó despectivamente el señor Masón.
Me sonrojé de vergüenza y me dirigí rápidamente a mi asiento.
No me di cuenta de que en el pupitre contiguo de siempre se sentaba Mike
hasta el final de la clase. Sentí una punzada de culpabilidad, pero tanto él como Eric se reunieron conmigo en la puerta como de costumbre, por lo que supuse que me habían perdonado del todo. Mike parecía volver a ser el mismo mientras
caminábamos, hablaba entusiasmado sobre el informe del tiempo para el fin de semana. La lluvia exigía hacer una acampada más corta, pero aquel viaje a la playa parecía posible. Simulé interés para maquillar el rechazo de ayer. Resultaría difícil; fuera como fuera, con suerte, sólo se suavizaría a los cuarenta y muchos años. . Pasé el resto de la mañana pensando en las musarañas. Resultaba difícil creer que las palabras de Edward y la forma en que me miraba no fueran fruto de mi imaginación.
Tal vez sólo fuese un sueño muy convincente que confundía con la realidad. Eso parecía más probable que el que yo le atrajera de veras a cualquier nivel. Por eso estaba tan impaciente y asustada al entrar en la cafetería con Jessica. Le quería ver el rostro para verificar si volvía a ser la persona indiferente y fría que había conocido durante las últimas semanas o, si por algún milagro, de verdad había oído lo que creía haber oído esa mañana. Jessica cotorreaba sin cesar sobre sus planes para el baile —Lauren y Angela ya se lo habían pedido a los otros chicos e iban a
acudir todos juntos—, completamente indiferente a mi desinterés.
Un flujo de desencanto recorrió mi ser cuando de forma infalible miré a la mesa de los Cullen. Los otros cuatro hermanos estaban ahí, pero él se hallaba ausente. ¿Se había ido a casa? Abatida, me puse a la cola detrás de la parlanchina Jessica. Había perdido el apetito y sólo compré un botellín de limonada. Únicamente quería sentarme y enfurruñarme.
—Edward Cullen te vuelve a mirar —dijo Jessica; interrumpió mi distracción al
pronunciar su nombre—. Me pregunto por qué se sienta solo hoy.
Volví bruscamente la cabeza y seguí la dirección de su mirada para ver a Edward, con su sonrisa picara, que me observaba desde una mesa vacía en el extremo opuesto de la cafetería al que solía sentarse. Una vez atraída mi atención, alzó la mano y movió el dedo índice para indicarme que lo acompañara. Me guiñó el ojo cuando lo miré incrédula.
— ¿Se refiere a ti? —preguntó Jessica con un tono de insultante incredulidad en
la voz.
—Puede que necesite ayuda con los deberes de Biología —musité para
contentarla—. Eh, será mejor que vaya a ver qué quiere.
Pude sentir cómo me miraba al alejarme.
Insegura, me quedé de pie detrás de la silla que había enfrente de Edward al
llegar a su mesa.
— ¿Por qué no te sientas hoy conmigo? —me preguntó con una sonrisa.
Lo hice de inmediato, contemplándolo con precaución. Seguía sonriendo.
Resultaba difícil concebir que existiera alguien tan guapo. Temía que desapareciera en medio de una repentina nube de humo y que yo me despertara. Él debía de esperar que yo comentara algo y por fin conseguí decir:
—Esto es diferente.
—Bueno —hizo una pausa y el resto de las palabras salieron de forma precipitada—. Decidí que, ya puesto a ir al infierno, lo podía hacer del todo.
Esperé a que dijera algo coherente. Transcurrieron los segundos y después le
indiqué:
—Sabes que no tengo ni idea de a qué te refieres.
—Cierto —volvió a sonreír y cambió de tema—. Creo que tus amigos se han
enojado conmigo por haberte raptado.
—Sobrevivirán.
Sentía los ojos de todos ellos clavados en mi espalda.
—Aunque es posible que no quiera liberarte —dijo con un brillo pícaro en sus ojos. Tragué saliva y se rió. —Pareces preocupada.
—No —respondí, pero mi voz se quebró de forma ridícula—. Más bien sorprendida. ¿A qué se debe este cambio?
—Ya te lo dije. Me he hartado de permanecer lejos de ti, por lo que me he rendido. Seguía sonriendo, pero sus ojos de color ocre estaban serios.
— ¿Rendido? —repetí confusa.
—Sí, he dejado de intentar ser bueno. Ahora voy a hacer lo que quiero, y que sea lo que tenga que ser.
Su sonrisa se desvaneció mientras se explicaba y el tono de su voz se endureció.
—Me he vuelto a perder.
La arrebatadora sonrisa reapareció.
—Siempre digo demasiado cuando hablo contigo, ése es uno de los problemas.
—No te preocupes... No me entero de nada —le repliqué secamente.
—Cuento con ello.
—Ya. En cristiano, ¿somos amigos ahora?
—Amigos... —meditó dubitativo.
—O no —musité.
Esbozó una amplia sonrisa.
—Bueno, supongo que podemos intentarlo, pero ahora te prevengo que no voy
a ser un buen amigo para ti.
El aviso oculto detrás de su sonrisa era real.
—Lo repites un montón —recalqué al tiempo que intentaba ignorar el repentino
temblor de mi vientre y mantenía serena la voz.
—Sí, porque no me escuchas. Sigo a la espera de que me creas. Si eres lista, me
evitarás.
—Me parece que tú también te has formado tu propia opinión sobre mi mente
preclara.
Entrecerré los ojos y él sonrió disculpándose.
—En ese caso —me esforcé por resumir aquel confuso intercambio de frases—,
hasta que yo sea lista... ¿Vamos a intentar ser amigos?
—Eso parece casi exacto.
Busqué con la mirada mis manos, en torno a la botella de limonada, sin saber
qué hacer.
— ¿Qué piensas? —preguntó con curiosidad.
Alcé la vista hasta esos profundos ojos dorados que me turbaban los sentidos y, como de costumbre, respondí la verdad:
—Intentaba averiguar qué eres.
Su rostro se crispó, pero consiguió mantener la sonrisa, no sin cierto esfuerzo.
— ¿Y has tenido fortuna en tus pesquisas? —inquirió con desenvoltura.
—No demasiada —admití.
Se rió entre dientes.
— ¿Qué teorías barajas?
Me sonrojé. Durante el último mes había estado vacilando entre Barman y
Spiderman. No había forma de admitir aquello.
— ¿No me lo quieres decir? —preguntó, ladeando la cabeza con una sonrisa
terriblemente tentadora.
Negué con la cabeza.
—Resulta demasiado embarazoso.
—Eso es realmente frustrante, ya lo sabes —se quejó.
—No —disentí rápidamente con una dura mirada—. No concibo por qué ha de resultar frustrante, en absoluto, sólo porque alguien rehusé revelar sus pensamientos, sobre todo después de haber efectuado unos cuantos comentarios crípticos, especialmente ideados para mantenerme en vela toda la noche, pensando en su posible significado... Bueno, ¿por qué iba a resultar frustrante?
Hizo una mueca.
—O mejor —continué, ahora el enfado acumulado fluía libremente—, digamos que una persona realiza un montón de cosas raras, como salvarte la vida bajo circunstancias imposibles un día y al siguiente tratarte como si fueras un paria, y jamás te explica ninguna de las dos, incluso después de haberlo prometido. Eso tampoco debería resultar demasiado frustrante.
—Tienes un poquito de genio, ¿verdad?
—No me gusta aplicar un doble rasero.
Nos contemplamos el uno al otro sin sonreír.
Miró por encima de mi hombro y luego, de forma inesperada, rió por lo bajo.
— ¿Qué?
—Tu novio parece creer que estoy siendo desagradable contigo. Se debate entre venir o no a interrumpir nuestra discusión.
Volvió a reírse.
—No sé de quién me hablas —dije con frialdad— pero, de todos modos, estoy segura de que te equivocas.
—Yo, no. Te lo dije, me resulta fácil saber qué piensan la mayoría de las personas.
—Excepto yo, por supuesto.
—Sí, excepto tú —su humor cambió de repente. Sus ojos se hicieron más Inquietantes—. Me pregunto por qué será.
La intensidad de su mirada era tal que tuve que apartar la vista. Me concentré en abrir el tapón de mi botellín de limonada. Lo desenrosqué sin mirar, con los ojos fijos en la mesa.
— ¿No tienes hambre? —preguntó distraído.
—No —no me apetecía mencionar que mi estómago ya estaba lleno de... mariposas. Miré el espacio vacío de la mesa delante de él—. ¿Y tú?
—No. No estoy hambriento.
No comprendí su expresión, parecía disfrutar de algún chiste privado.
— ¿Me puedes hacer un favor? —le pedí después de un segundo de vacilación.
De repente, se puso en guardia.
—Eso depende de lo que quieras.
—No es mucho —le aseguré. El esperó con cautela y curiosidad.
—Sólo me preguntaba si podrías ponerme sobre aviso la próxima vez que decidas ignorarme por mi propio bien. Únicamente para estar preparada.
Mantuve la vista fija en el botellín de limonada mientras hablaba, recorriendo el círculo de la boca con mi sonrosado dedo.
—Me parece justo.
Apretaba los labios para no reírse cuando alcé los ojos.
—Gracias.
—En ese caso, ¿puedo pedir una respuesta a cambio? —pidió.
—Una.
—Cuéntame una teoría.
¡Ahí va!
—Esa, no.
—No hiciste distinción alguna, sólo prometiste una respuesta —me recordó.
—Claro, y tú no has roto ninguna promesa —le recordé a mi vez.
—Sólo una teoría... No me reiré.
—Sí lo harás.
Estaba segura de ello. Bajó la vista y luego me miró con aquellos ardientes ojo ocres a través de sus largas pestañas negras.
—Por favor —respiró al tiempo que se inclinaba hacia mí.
Parpadeé con la mente en blanco. ¡Cielo santo! ¿Cómo lo conseguía?
—Eh... ¿Qué?—pregunté, deslumbrada.
—Cuéntame sólo una de tus pequeñas teorías, por favor.
Su mirada aún me abrasaba. ¿También era un hipnotizador? ¿O era yo una incauta irremediable?
—Pues... Eh... ¿Te mordió una araña radiactiva?
—Eso no es muy imaginativo.
—Lo siento, es todo lo que tengo —contesté, ofendida.
—Ni siquiera te has acercado —dijo con fastidio.
— ¿Nada de arañas?
—No.
— ¿Ni un poquito de radiactividad?
—Nada.
—Maldición —suspiré.
—Tampoco me afecta la kriptonita —se rió entre dientes.
—Se suponía que no te ibas a reír, ¿te acuerdas?
Hizo un esfuerzo por recobrar la compostura.
—Con el tiempo, lo voy a averiguar —le advertí.
—Desearía que no lo intentaras —dijo, de nuevo con gesto serio.
— ¿Por...?
— ¿Qué pasaría si no fuera un superhéroe? ¿Y si fuera el chico malo? —sonrió jovialmente, pero sus ojos eran impenetrables.
—Oh, ya veo —dije. Algunas de las cosas que había dicho encajaron de repente.
— ¿Sí?
De pronto, su rostro se había vuelto adusto, como si temiera haber revelado demasiado sin querer.
— ¿Eres peligroso?
Era una suposición, pero el pulso se me aceleró cuando, de forma instintiva, comprendí la verdad de mis propias palabras. Lo era. Me lo había intentado decir todo el tiempo. Se limitó a mirarme, con los ojos rebosantes de alguna emoción que no lograba comprender.
—Pero no malo —susurré al tiempo que movía la cabeza—. No, no creo que
seas malo.
—Te equivocas.
Su voz apenas era audible. Bajó la vista al tiempo que me arrebataba el tapón de la botella y lo hacía girar entre los dedos. Lo contemplé fijamente mientras me preguntaba por qué no me asustaba. Hablaba en serio, eso era evidente, pero sólo me sentía ansiosa, con los nervios a flor de piel... y, por encima de todo lo demás, fascinada, como de costumbre siempre que me encontraba cerca de él.
El silencio se prolongó hasta que me percaté de que la cafetería estaba casi vacía. Me puse en pie de un salto.
—Vamos a llegar tarde.
—Hoy no voy a ir a clase —dijo mientras daba vueltas al tapón tan deprisa que apenas podía verse.
— ¿Por qué no?
—Es saludable saltarse clases de vez en cuando —dijo mientras me sonreía, pero en sus ojos relucía la preocupación.
—Bueno, yo sí voy.
Era demasiado cobarde para arriesgarme a que me pillaran. Concentró su atención en el tapón.
—En ese caso, te veré luego.
Indecisa, vacilé, pero me apresuré a salir en cuanto sonó el primer toque del timbre después de confirmar con una última mirada que él no se había movido ni un centímetro.
Mientras me dirigía a clase, casi a la carrera, la cabeza me daba vueltas a mayor velocidad que el tapón del botellín. Me había respondido a pocas preguntas en comparación con las muchas que había suscitado. Al menos, había dejado de llover.
Tuve suerte. El señor Banner no había entrado aún en clase cuando llegué. Me instalé rápidamente en mi asiento, consciente de que tanto Mike como Angela no dejaban de mirarme. Mike parecía resentido y Angela sorprendida, y un poco intimidada.
Entonces entró en clase el señor Banner y llamó al orden a los alumnos. Hacía equilibrios para sostener en brazos unas cajitas de cartón. Las soltó encima de la mesa de Mike y le dijo que comenzara a distribuirlas por la clase.
—De acuerdo, chicos, quiero que todos toméis un objeto de las cajas.
El sonido estridente de los guantes de goma contra sus muñecas se me antojó de mal augurio.
—El primero contiene una tarjeta de identificación del grupo sanguíneo — continuó mientras tomaba una tarjeta blanca con las cuatro esquinas marcadas y la exhibía—. En segundo lugar, tenemos un aplacador de cuatro puntas —sostuvo en alto algo similar a un peine sin dientes—. El tercer objeto es una micro—lanceta esterilizada —alzó una minúscula pieza de plástico azul y la abrió. La aguja de la lanceta era invisible a esa distancia, pero se me revolvió estómago.
—Voy a pasar con un cuentagotas con suero para preparar vuestras tarjetas, de modo que, por favor, no empecéis hasta que pase yo... —comenzó de nuevo por la mesa de Mike, depositando con esmero una gota de agua en cada una de las cuatro esquinas—. Luego, con cuidado, quiero que os pinchéis un dedo con la lanceta.
Tomó la mano de Mike y le punzó la yema del dedo corazón con la punta de la lanceta. Oh, no. Un sudor viscoso me cubrió la frente.
—Depositad una gotita de sangre en cada una de las puntas —hizo una demostración. Apretó el dedo de Mike hasta que fluyó la sangre. Tragué de forma convulsiva, el estómago se revolvió aún más—. Entonces las aplicáis a la tarjeta del test —concluyó.
Sostuvo en alto la goteante tarjeta roja delante de nosotros para que la viéramos. Cerré los ojos, intenté oír por encima del pitido de mis oídos.
—El próximo fin de semana, la Cruz Roja se detiene en Port Angeles para recoger donaciones de sangre, por lo que he pensado que todos vosotros deberíais conocer vuestro grupo sanguíneo —parecía orgulloso de sí mismo—. Los menores de dieciocho años vais a necesitar un permiso de vuestros padres... Hay hojas de autorización encima de mi mesa.
Siguió cruzando la clase con el cuentagotas. Descansé la mejilla contra la fría y oscura superficie de la mesa, intentando mantenerme consciente. Todo lo que oía a mí alrededor eran chillidos, quejas y risitas cuando se ensartaban los dedos con la lanceta. Inspiré y expiré de forma acompasada por la boca.
—Bella, ¿te encuentras bien? —preguntó el señor Banner. Su voz sonaba muy cerca de mi cabeza. Parecía alarmado.
—Ya sé cuál es mi grupo sanguíneo, señor Banner —dije con voz débil. No meatrevía a levantar la cabeza.
— ¿Te sientes débil?
—Sí, señor —murmuré mientras en mi fuero interno me daba de bofetadas por no haber hecho novillos cuando tuve la ocasión.
—Por favor, ¿alguien puede llevar a Bella a la enfermería? —pidió en voz alta.
No tuve que alzar la vista para saber que Mike se ofrecería voluntario.
— ¿Puedes caminar? —preguntó el señor Banner.
—Sí —susurré. Limítate a dejarme salir de aquí, pensé. Me arrastraré.
Mike parecía ansioso cuando me rodeó la cintura con el brazo y puso mi brazo sobre su hombro. Me apoyé pesadamente sobre él mientras salía de clase. Muy despacio, crucé el campus a remolque de Mike. Cuando doblamos la esquina de la cafetería y estuvimos fuera del campo de visión del edificio cuatro —en el caso de que el profesor Banner estuviera mirando—, me detuve.
— ¿Me dejas sentarme un minuto, por favor? —supliqué.
Me ayudó a sentarme al borde del paseo.
—Y, hagas lo que hagas, ocúpate de tus asuntos —le avisé.
Aún seguía muy confusa. Me tumbé sobre un costado, puse la mejilla sobre el
cemento húmedo y gélido de la acera y cerré los ojos. Eso pareció ayudar un poco.
—Vaya, te has puesto verde —comentó Mike, bastante nervioso.
— ¿Bella? —me llamó otra voz a lo lejos.
¡No! Por favor, que esa voz tan terriblemente familiar sea sólo una imaginación.
— ¿Qué le sucede? ¿Está herida?
Ahora la voz sonó más cerca, y parecía preocupada. No me lo estaba imaginando. Apreté los párpados con fuerza, me quería morir o, como mínimo, no vomitar.
Mike parecía tenso.
—Creo que se ha desmayado. No sé qué ha pasado, no ha movido ni un dedo.
—Bella —la voz de Edward sonó a mi lado. Ahora parecía aliviado—. ¿Me
oyes?
—No —gemí—. Vete.
Se rió por lo bajo.
—La llevaba a la enfermería —explicó Mike a la defensiva—, pero no quiso avanzar más.
—Yo me encargo de ella —dijo Edward. Intuí su sonrisa en el tono de su voz—. Puedes volver a clase.
—No —protestó Mike—. Se supone que he de hacerlo yo.
De repente, la acera se desvaneció debajo de mi cuerpo. Abrí los ojos, sorprendida. Estaba en brazos de Edward, que me había levantado en vilo, y me llevaba con la misma facilidad que si pesara cinco kilos en lugar de cincuenta.
— ¡Bájame!
Por favor, por favor, que no le vomite encima. Empezó a caminar antes de que terminara de hablar.
— ¡Eh! —gritó Mike, que ya se hallaba a diez pasos detrás de nosotros. Edward lo ignoró.
—Tienes un aspecto espantoso —me dijo al tiempo que esbozaba una amplia sonrisa.
— ¡Déjame otra vez en la acera! —protesté.
El bamboleo de su caminar no ayudaba. Me sostenía con cuidado lejos de su cuerpo, soportando todo mi peso sólo con los brazos, sin que eso pareciera afectarle.
— ¿De modo que te desmayas al ver sangre? —preguntó. Aquello parecía divertirle.
No le contesté. Cerré los ojos, apreté los labios y luché contra las náuseas con
todas mis fuerzas.
—Y ni siquiera era la visión de tu propia sangre —continuó regodeándose.
No sé cómo abrió la puerta mientras me llevaba en brazos, pero de repente hacía calor, por lo que supe que habíamos entrado.
—Oh, Dios mío —dijo de forma entrecortada una voz de mujer.
—Se desmayó en Biología —le explicó Edward.
Abrí los ojos. Estaba en la oficina. Edward me llevaba dando zancadas delante del mostrador frontal en dirección a la puerta de la enfermería. La señora Cope, la recepcionista de rostro rubicundo, corrió delante de él para mantener la puerta abierta. La atónita enfermera, una dulce abuelita, levantó los ojos de la novela que leía mientras Edward me llevaba en volandas dentro de la habitación y me depositaba con suavidad encima del crujiente papel que cubría el colchón de vinilo marrón del único catre. Luego se colocó contra la pared, tan lejos como lo permitía la angosta habitación, con los ojos brillantes, excitados.
—Ha sufrido un leve desmayo —tranquilizó a la sobresaltada enfermera—. En Biología están haciendo la prueba del Rh.
La enfermera asintió sabiamente.
—Siempre le ocurre a alguien.
Edward se rió con disimulo.
—Quédate tendida un minutito, cielo. Se pasará.
—Lo sé —dije con un suspiro. Las náuseas ya empezaban a remitir.
— ¿Te sucede muy a menudo? —preguntó ella.
—A veces —admití. Edward tosió para ocultar otra carcajada.
—Puedes regresar a clase —le dijo la enfermera.
—Se supone que me tengo que quedar con ella —le contestó con aquel tono suyo tan autoritario que la enfermera, aunque frunció los labios, no discutió más.
—Voy a traerte un poco de hielo para la frente, cariño —me dijo, y luego salió bulliciosamente de la habitación.
—Tenías razón —me quejé, dejando que mis ojos se cerraran.
—Suelo tenerla, ¿sobre qué tema en particular en esta ocasión?
—Saltearse clases es saludable.
Respiré de forma acompasada.
—Ahí fuera hubo un momento en que me asustaste —admitió después de hacer una pausa. La voz sonaba como si confesara una humillante debilidad—. Creí que Newton arrastraba tu cadáver para enterrarlo en los bosques.
—Ja, ja.
Continué con los ojos cerrados, pero cada vez me encontraba más entonada.
—Lo cierto es que he visto cadáveres con mejor aspecto. Me preocupaba que tuviera que vengar tu asesinato.
—Pobre Mike. Apuesto a que se ha enfadado.
—Me aborrece por completo —dijo Edward jovialmente.
—No lo puedes saber —disentí, pero de repente me pregunté si a lo mejor sí que podía.
—Vi su rostro... Te lo aseguro.
— ¿Cómo es que me viste? Creí que te habías ido.
Ya me encontraba prácticamente recuperada. Las náuseas se hubieran pasado con mayor rapidez de haber comido algo durante el almuerzo, aunque, por otra parte, tal vez era afortunada por haber tenido el estómago vacío.
—Estaba en mi coche escuchando un CD.
Aquella respuesta tan sencilla me sorprendió. Oí la puerta y abrí los ojos para ver a la enfermera con una compresa fría en la mano.
—Aquí tienes, cariño —la colocó sobre mi frente y añadió—: Tienes mejor aspecto.
—Creo que ya estoy bien —dije mientras me incorporaba lentamente.
Me pitaban un poco los oídos, pero no tenía mareos. Las paredes de color menta no daban vueltas.
Pude ver que me iba a obligar a acostarme de nuevo, pero en ese preciso momento la puerta se abrió y la señora Cope se golpeó la cabeza contra la misma.
—Ahí viene otro —avisó.
Me bajé de un salto para dejar libre el camastro para el siguiente inválido.
Devolví la compresa a la enfermera.
—Tome, ya no la necesito.
Entonces, Mike cruzó la puerta tambaleándose. Ahora sostenía a Lee Stephens, otro chico de nuestra clase de Biología, que tenía el rostro amarillento. Edward y y retrocedimos hacia la pared para hacerles sitio.
—Oh, no —murmuró Edward—. Vamonos fuera de aquí, Bella.
Aturdida, le busqué con la mirada.
—Confía en mí... Vamos.
Di media vuelta y me aferré a la puerta antes de que se cerrara para salir disparada de la enfermería. Sentí que Edward me seguía.
—Por una vez me has hecho caso.
Estaba sorprendido.
—Olí la sangre —le dije, arrugando la nariz. Lee no se ha puesto malo por ver la sangre de otros, como yo.
—La gente no puede oler la sangre —me contradijo.
—Bueno, yo sí. Eso es lo que me pone mala. Huele a óxido... y a sal.
Se me quedó mirando con una expresión insondable.
— ¿Qué? —le pregunté.
—No es nada.
Entonces, Mike cruzó la puerta, sus ojos iban de Edward a mí. La mirada que le dedicó a Edward me confirmó lo que éste me había dicho, que Mike lo aborrecía.
Volvió a mirarme con gesto malhumorado.
—Tienes mejor aspecto —me acusó.
—Ocúpate de tus asuntos —volví a avisarle.
—Ya no sangra nadie más —murmuró—. ¿Vas a volver a clase?
— ¿Bromeas? Tendría que dar media vuelta y volver aquí.
—Sí, supongo que sí. ¿Vas a venir este fin de semana a la playa?
Mientras hablaba, lanzó otra mirada fugaz hacia Edward, que se apoyaba con gesto ausente contra el desordenado mostrador, inmóvil como una estatua. Intenté que pareciera lo más amigable posible:
—Claro. Te dije que iría.
—Nos reuniremos en la tienda de mi padre a las diez.
Su mirada se posó en Edward otra vez, preguntándose si no estaría dando demasiada información. Su lenguaje corporal evidenciaba que no era una invitación abierta.
—Allí estaré —prometí.
—Entonces, te veré en clase de gimnasia —dijo, dirigiéndose con inseguridad
hacia la puerta.
—Hasta la vista —repliqué.
Me miró una vez más con la contrariedad escrita en su rostro redondeado y se encorvó mientras cruzaba lentamente la puerta. Me invadió una oleada de compasión. Sopesé el hecho de ver su rostro desencantado otra vez en clase de Educación física.
—Gimnasia —gemí.
—Puedo hacerme cargo de eso —no me había percatado de que Edward se había acercado, pero me habló al oído—. Ve a sentarte e intenta parecer paliducha —
murmuró.
Esto no suponía un gran cambio. Siempre estaba pálida, y mi reciente desmayo
había dejado una ligera capa de sudor sobre mi rostro. Me senté en una de las
crujientes sillas plegables acolchadas y descansé la cabeza contra la pared con los ojos
cerrados. Los desmayos siempre me dejaban agotada.
Oí a Edward hablar con voz suave en el mostrador.
— ¿Señora Cope?
— ¿Sí?
No la había oído regresar a su mesa.
—Bella tiene gimnasia la próxima hora y creo que no se encuentra del todo
bien. ¿Cree que podría dispensarla de asistir a esa clase? —su voz era aterciopelada.
Pude imaginar lo convincentes que estaban resultando sus ojos.
—Edward —dijo la señora Cope sin dejar de ir y venir. ¿Por qué no era yo
capaz de hacer lo mismo?—, ¿necesitas también que te dispense a ti?
—No. Tengo clase con la señora Goff. A ella no le importará.
—De acuerdo, no te preocupes de nada. Que te mejores, Bella —me deseó en
voz alta. Asentí débilmente con la cabeza, sobreactuando un poquito.
— ¿Puedes caminar o quieres que te lleve en brazos otra vez?
De espaldas a la recepcionista, su expresión se tornó sarcástica.
—Caminaré.
Me levanté con cuidado, seguía sintiéndome bien. Mantuvo la puerta abierta
para mí, con la amabilidad en los labios y la burla en los ojos. Salí hacia la fría
llovizna que empezaba a caer. Agradecí que se llevara el sudor pegajoso de mi rostro.
Era la primera vez que disfrutaba de la perenne humedad que emanaba del cielo.
—Gracias —le dije cuando me siguió—. Merecía la pena seguir enferma para
perderse la clase de gimnasia.
—Sin duda.
Me miró directamente, con los ojos entornados bajo la lluvia.
—De modo que vas a ir... Este sábado, quiero decir.
Esperaba que él viniera, aunque parecía improbable. No me lo imaginaba
poniéndose de acuerdo con el resto de los chicos del instituto para ir en coche a algún
sitio. No pertenecía al mismo mundo, pero la sola esperanza de que pudiera suceder
me dio la primera punzada de entusiasmo que había sentido por ir a la excursión.
— ¿Adonde vais a ir exactamente? —seguía mirando al frente, inexpresivo.
—A La Push, al puerto.
Estudié su rostro, intentando leer en el mismo. Sus ojos parecieron entrecerrarse
un poco más. Me lanzó una mirada con el rabillo del ojo y sonrió secamente.
STEPHANIE MEYER CREPUSCULO
— 65 —
—En verdad, no creo que me hayan invitado.
Suspiré.
—Acabo de invitarte.
—No avasallemos más entre los dos al pobre Mike esta semana, no sea que se
vaya a romper.
Sus ojos centellearon. Disfrutaba de la idea más de lo normal.
—El blandengue de Mike... —murmuré, preocupada por la forma en que había
dicho «entre los dos». Me gustaba más de lo conveniente.
Ahora estábamos cerca del aparcamiento. Me desvié a la izquierda, hacia el
monovolumen. Algo me agarró de la cazadora y me hizo retroceder.
— ¿Adonde te crees que vas? —preguntó ofendido.
Edward me aferraba de la misma con una sola mano. Estaba perpleja.
—Me voy a casa.
— ¿Acaso no me has oído decir que te iba a dejar a salvo en casa? ¿Crees que te
voy a permitir que conduzcas en tu estado?
— ¿En qué estado? ¿Y qué va a pasar con mi coche? ——me quejé.
—Se lo tendré que dejar a Alice después de la escuela.
Me arrastró de la ropa hacia su coche. Todo lo que podía hacer era intentar no
caerme, aunque, de todos modos, lo más probable es que me sujetara si perdía el
equilibrio.
— ¡Déjame! —insistí.
Me ignoró. Anduve haciendo eses sobre las aceras empapadas hasta llegar a su
Volvo. Entonces, me soltó al fin. Me tropecé contra la puerta del copiloto.
— ¡Eres tan insistente!—refunfuñé.
—Está abierto —se limitó a responder. Entró en el coche por el lado del
conductor.
—Soy perfectamente capaz de conducir hasta casa.
Permanecí junto al Volvo echando chispas. Ahora llovía con más fuerza y el
pelo goteaba sobre mi espalda al no haberme puesto la capucha. Bajó el cristal de la
ventanilla automática y se inclinó sobre el asiento del copiloto:
—Entra, Bella.
No le respondí. Estaba calculando las oportunidades que tenía de alcanzar el
monovolumen antes de que él me atrapara, y tenía que admitir que no eran
demasiadas.
—Te arrastraría de vuelta aquí —me amenazó, adivinando mi plan.
Intenté mantener toda la dignidad que me fue posible al entrar en el Volvo. No
tuve mucho éxito. Parecía un gato empapado y las botas crujían continuamente.
—Esto es totalmente innecesario —dije secamente.
No me respondió. Manipuló los mandos, subió la calefacción y bajó la música.
Cuando salió del aparcamiento, me preparaba para castigarle con mi silencio —
poniendo un mohín de total enfado—, pero entonces reconocí la música que sonaba y
la curiosidad prevaleció sobre la intención.
STEPHANIE MEYER CREPUSCULO
— 66 —
— ¿Claro de luna?—pregunté sorprendida.
— ¿Conoces a Debussy? —él también parecía estar sorprendido.
—No mucho —admití—. Mi madre pone mucha música clásica en casa, pero
sólo conozco a mis favoritos.
—También es uno de mis favoritos.
Siguió mirando al frente, a través de la lluvia, sumido en sus pensamientos.
Escuché la música mientras me relajaba contra la suave tapicería de cuero gris.
Era imposible no reaccionar ante la conocida y relajante melodía. La lluvia
emborronaba todo el paisaje más allá de la ventanilla hasta convertirlo en una
mancha de tonalidades grises y verdes. Comencé a darme cuenta de lo rápido que
íbamos, pero, no obstante, el coche se movía con tal firmeza y estabilidad que no
notaba la velocidad, salvo por lo deprisa que dejábamos atrás el pueblo.
— ¿Cómo es tu madre? —me preguntó de repente.
Lo miré de refilón, con curiosidad.
—Se parece mucho a mí, pero es más guapa —respondí. Alzó las cejas—; he
heredado muchos rasgos de Charlie. Es más sociable y atrevida que yo. También es
irresponsable y un poco excéntrica, y una cocinera impredecible. Es mi mejor amiga
—me callé. Hablar de ella me había deprimido.
—Bella, ¿cuántos años tienes?
Por alguna razón que no conseguía comprender, la voz de Edward contenía un
tono de frustración. Detuvo el coche y entonces comprendí que habíamos llegado ya
a la casa de Charlie. Llovía con tanta fuerza que apenas conseguía ver la vivienda.
Parecía que el coche estuviera en el lecho de un río.
—Diecisiete —respondí un poco confusa.
—No los aparentas —dijo con un tono de reproche que me hizo reír.
— ¿Qué pasa? —inquirió, curioso de nuevo.
—Mi madre siempre dice que nací con treinta y cinco años y que cada año me
vuelvo más madura —me reí y luego suspiré—. En fin, una de las dos debía ser
adulta —me callé durante un segundo—. Tampoco tú te pareces mucho a un
adolescente de instituto.
Torció el gesto y cambió de tema.
—En ese caso, ¿por qué se casó tu madre con Phil?
Me sorprendió que recordara el nombre. Sólo lo había mencionado una vez
hacía dos meses. Necesité unos momentos para responder.
—Mi madre tiene... un espíritu muy joven para su edad. Creo que Phil hace que
se sienta aún más joven. En cualquier caso, ella está loca por él —sacudí la cabeza.
Aquella atracción suponía un misterio para mí.
— ¿Lo apruebas?
— ¿Importa? —le repliqué—. Quiero que sea feliz, y Phil es lo que ella quiere.
—Eso es muy generoso por tu parte... Me pregunto... —murmuró, reflexivo.
— ¿El qué?
— ¿Tendría ella esa misma cortesía contigo, sin importarle tu elección?
STEPHANIE MEYER CREPUSCULO
— 67 —
De repente, prestaba una gran atención. Nuestras miradas se encontraron.
—E—eso c—creo —tartamudeé—, pero, después de todo, ella es la madre. Es
un poquito diferente.
—Entonces, nadie que asuste demasiado —se burló.
Le respondí con una gran sonrisa.
— ¿A qué te refieres con que asuste demasiado? ¿Múltiples piercings en el rostro
y grandes tatuajes?
—Supongo que ésa es una posible definición.
— ¿Cuál es la tuya?
Pero ignoró mi pregunta y respondió con otra.
— ¿Crees que puedo asustar?
Enarcó una ceja. El tenue rastro de una sonrisa iluminó su rostro.
—Eh... Creo que puedes hacerlo si te lo propones.
— ¿Te doy miedo ahora?
La sonrisa desapareció del rostro de Edward y su rostro divino se puso
repentinamente serio, pero yo respondí rápidamente—
—No.
La sonrisa reapareció.
—Bueno, ¿vas a contarme algo de tu familia? —pregunté para distraerle—.
Debe de ser una historia mucho más interesante que la mía.
Se puso en guardia de inmediato.
— ¿Qué es lo que quieres saber?
— ¿Te adoptaron los Cullen? —pregunté para comprobar el hecho.
—Sí.
Vacilé unos momentos. — ¿Qué les ocurrió a tu padres?
—Murieron hace muchos años —contestó con toda naturalidad.
—Lo siento —murmuré.
—En realidad, los recuerdo de forma confusa. Carlisle y Esme llevan siendo mis
padres desde hace mucho tiempo.
—Y tú los quieres —no era una pregunta. Resultaba obvio por el modo en que
hablaba de ellos.
—Sí —sonrió—. No puedo concebir a dos personas mejores que ellos.
—Eres muy afortunado.
—Sé que lo soy.
— ¿Y tu hermano y tu hermana? Lanzó una mirada al reloj del salpicadero.
—A propósito, mi hermano, mi hermana, así como Jasper y Rosalie se van a
disgustar bastante si tienen que esperarme bajo la lluvia.
—Oh, lo siento. Supongo que debes irte.
Yo no quería salir del coche.
—Y tú probablemente quieres recuperar el coche antes de que el jefe de policía Swan vuelva a casa para no tener que contarle el incidente de Biología.
Me sonrió.
—Estoy segura de que ya se ha enterado. En Forks no existen los secretos —
suspiré.
Rompió a reír.
—Diviértete en la playa... Que tengáis buen tiempo para tomar el sol —me deseó mientras miraba las cortinas de lluvia.
— ¿No te voy a ver mañana?
—No. Emmett y yo vamos a adelantar el fin de semana.
— ¿Qué es lo que vais a hacer?
Una amiga puede preguntar ese tipo de cosas, ¿no? Esperaba que mi voz no dejara traslucir el desencanto.
—Nos vamos de excursión al bosque de Goat Rocks, al sur del monte Rainier.
—Ah, vaya, diviértete —intenté simular entusiasmo, aunque dudo que lo lograse. Una sonrisa curvó las comisuras de sus labios. Se giró para mirarme de frente, empleando todo el poder de sus ardientes ojos dorados.
— ¿Querrías hacer algo por mí este fin de semana?
Asentí desvalida.
—No te ofendas, pero pareces ser una de esas personas que atraen los accidentes como un imán. Así que..., intenta no caerte al océano, dejar que te atropellen, ni nada por el estilo... ¿De acuerdo? Esbozó una sonrisa malévola. Mi desvalimiento desapareció mientras hablaba.
Le miré fijamente.
—Veré qué puedo hacer —contesté bruscamente, mientras salía del volvo bajo la lluvia de un salto. Cerré la puerta de un portazo. Edward aún seguía sonriendo cuando se alejó al volante de su coche.